La Pascua judía (también conocida como Pésaj) es la festividad solemne que celebra el paso de la esclavitud de Egipto a la libertad. En esa noche de la liberación, la más importante del año, se reúnen por grupos familiares y tiene lugar la celebración doméstica en el marco de una cena llamada Séder. Se come el pan ácimo además de otros platos como el cordero, el huevo cocido y las hierbas amargas. La fiesta se divide en tres partes con abundantes bendiciones y cantos a Dios: el rito del pan con el Haggadá (la narración de toda la historia de salvación que Dios ha hecho con Israel), la gran cena y la copa de la bendición. Participan también los pequeños entusiasmados con esta noche tan diferente donde saben que Dios va a pasar realmente en medio de ellos como pasó en Egipto. Y dejan la puerta entreabierta y una silla vacía en la espera de que sea esta Pésaj, por fin, en la que vendrá el Mesías prometido.
Jesús fue crucificado en Jerusalén un viernes hacia el año 30. La noche anterior los hebreos celebraron en sus casas el Séder de Pésaj. El judío Jesús, como todos los años, también se reunió con sus discípulos ese Jueves Santo al atardecer para celebrarlo. Hicieron memorial (que no simple recuerdo) de la salida de Egipto, haciendo presente que aquella liberación se hace actual en nuestro hoy y también es promesa de futuro. Consciente de su muerte redentora inminente, Jesús, el Mesías esperado, va a transformar el Pésaj en la Pascua definitiva, memorial de su redención, cumplimiento pleno de lo que Israel espera y las Escrituras anunciaban. Es el nuevo éxodo donde Jesús pasa rescatándonos de nuestras esclavitudes y miserias; pasa perdonando y salvándonos; pasa ofreciendo su propio cuerpo y su propia sangre como Cordero inmaculado que lleva sobre sí los pecados tuyos y míos; pasa para llevarnos al Reino, a gustar Vida Eterna ya aquí como antesala de lo que nos espera en el Cielo, en la Pascua final, cuando él vuelva victorioso a buscarnos.
El libro bíblico del Éxodo nos relata cómo Moisés intenta convencer al Faraón para que deje marchar al pueblo de Israel rumbo a la Tierra Prometida por Dios. Después de nueve plagas que asolan a Egipto, el corazón del rey seguía endurecido y negado. Y Dios envía la terrible décima plaga. Moisés manda a los israelitas prepararse para salir. Deberán reunirse por familias, preparar un cordero para cenar, rociarán con la sangre del animal las dos jambas y el dintel de la casa donde lo coman. Lo comerán así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano y a toda prisa “porque es la Pascua, el Paso del Señor”. Aquella oscura noche pasó el Ángel exterminador por Egipto matando a todo primogénito. Cuando veía una puerta pintada con la sangre del Cordero pasaba de largo. Y el texto bíblico prosigue: “Aquella noche se levantó el faraón, sus servidores y todos los egipcios, y se oyó un clamor inmenso en todo Egipto, pues no había casa en que no hubiera un muerto. El faraón llamó a Moisés y Aarón de noche y les dijo: «Levantaos, salid de en medio de mi pueblo, vosotros con todos los hijos de Israel”.He aquí la historia de 10 epidemias que asolan un gran imperio que se creía invencible. Y de un gobernante y un pueblo que no supo entender a la primera, ni a la segunda, ni a la novena. Tuvieron que ver entrar la muerte en sus casas y llevarse a seres queridos para doblegar su soberbia.
Con el Domingo de Ramos o de Pasión comienza la Semana Santa. Se llama de “Ramos” porque se recuerda la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Y se llama de “Pasión” porque este es el único domingo en que se proclama todo el largo pasaje de la Pasión del Señor. Es el día en que se revive aquel histórico día con la procesión precedida de la bendición de los ramos y palmas. Este rito se viene repitiendo desde el siglo IV. Pero este año no será posible por las medidas estrictas de confinamiento que nos han impuesto. Hoy los templos están vacíos y, sin embargo, se han multiplicado enormemente las iglesias donde celebran este domingo especial. Sí, son las iglesias domésticas: familias y cristianos que se reúnen a rezar y leer la Pasión del Señor en una liturgia familiar. Hoy cerrando templos hemos abierto iglesias. Y el Señor se comprometió de por vida a estar en cada una: “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”(Mateo 18,20). ¡Ábrele las puertas de tu casa!
La situación de muchas familias está siendo muy preocupante
hasta el punto que vienen a Caritas solicitando simplemente alimentos. Vamos a
tener todos que hacer un esfuerzo solidario y fraterno en los próximos meses.
Para ayudarnos a ello, una parábola:
En un reino lejano dos amigos tenían la curiosidad de saber
sobre el Bien y el Mal. Se acercaron a la cabaña de un monje sabio y le
preguntaron: Hermano, díganos qué diferencia hay entre el cielo y el infierno.
El sabio contestó: Veo una montaña de arroz recién cocinado, todavía sale humo.
Alrededor hay muchos hombres y mujeres con mucha hambre. Los tenedores que
utilizan para comer están atados a sus manos y son más largos que sus brazos.
Por eso cuando cogen el arroz no pueden hacerlo llegar a sus bocas. La ansiedad
y la frustración cada vez van a más. El sabio proseguía: Veo también otra
montaña de arroz recién cocinado, todavía sale humo. Alrededor hay muchas
personas alegres que sonríen con satisfacción. Sus tenedores también atados a
sus manos son más largos que sus brazos. Aun así, han decidido darse de comer
unos a otros.
El cierre obligado tanto de los templos como de la actividad parroquial ha puesto en marcha muchas iniciativas personales. No deja de ser muy triste y doloroso el ayuno de los sacramentos. Pero la situación nos enseña que, más allá de los sacerdotes, la Iglesia existe. La gracia de Dios sigue actuando. Cada fiel cristiano es un templo vivo y donde hay un bautizado está la Iglesia y está Cristo. La cuarentena debe ayudarnos a crecer en la oración personal e íntima, la lectura de la palabra de Dios, el rezo familiar, la invocación de María en el rosario…
Cuántas veces hemos anhelado, ante el exceso de trabajo o el cansancio del stress, llegar al hogar. Ese deseo se está cumpliendo holgadamente. Sin embargo, ahora parece crecer una obsesión: salir de casa. Se nos hace larga la estancia. El caso es respirar, salir afuera. ¿Será miedo al silencio? ¿Será el vértigo del vacío interior? ¿Nos habremos llenado la vida de actividad para saciar deseos que nunca parecen agotarse? Cuenta san Agustín que el alma del ser humano es profundamente infinita, por estar hecha a imagen de Dios, y nunca descansará mientras no se llene con algo que sea también infinito… sólo Dios. Quizás esto explique porque viviendo en un primer mundo con cientos de recursos culturales y lúdicos, vivimos más cansados, agobiados e irritados que en los pueblos más empobrecidos del planeta.
Ahora que tomamos conciencia de la fragilidad del mundo que
nos hemos construido, cuando ese desconocido invisible amenaza la vida propia y
la de los cercanos, surgen las preguntas fundamentales sobre nuestro origen y
nuestro destino. Podemos afrontarlas como valientes o seguir alienándonos con
mil cosas. Cuentan las crónicas que, cuando los primeros monjes benedictinos
fueron en el siglo VI a evangelizar a los pueblos germánicos, un ministro real
aconsejó esto a su rey: «Majestad, cuando vos estáis sentado en la
mesa con vuestros nobles y vasallos, en medio del hogar arde el fuego, y la
sala está caliente; allá fuera, empero, brama por doquier el viento de invierno
que trae frío, lluvia y nieve. De pronto entra un pajarillo y revolotea por la
sala. Entra por una puerta y sale por la otra. Los pocos momentos que está
dentro, se siente al abrigo del mal tiempo; pero apenas desaparece de nuestras
miradas, retorna al oscuro invierno. Lo mismo acontece -a mi parecer- con la
vida humana. No sabemos lo que antecedió, ni sabemos tampoco lo que viene
después. Si esta nueva doctrina da alguna seguridad sobre esto, merece la pena
que la sigamos”.
La fe cristiana nunca se presentó como una nueva doctrina o
una filosofía. Era, ante todo, un anuncio de una Buena Nueva: uno que estaba
muerto ha vuelto del otro lado y ahora vive. La muerte, pues, no es el final
del camino.
No tenemos tiempo para nada. Como hormigas corremos de un lado a otro con la lengua fuera. Vivimos acelerados como en un mal sueño donde nunca alcanzamos la meta. Y, de repente, se detuvo el mundo, nuestro mundo. Se ha hecho silencio y se ha parado en medio del mar el barco en el que viajamos. Y ahora nos encontramos en casa con tiempo para todo. Y hemos dejado en el suelo la mochila llena de trastos que hacían cansado nuestro caminar. ¡Cómo nos hemos complicado la vida! Habrá que aprender de nuevo a andar; desempolvar viejas creencias que hablaban en esencia sobre la simplicidad. En el Evangelio encontramos unas palabras reconfortantes y clarificadoras de Jesús: “no estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se arroja al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe?”(Mateo 6, 25-30).
La cuarentena me impide visitar a mi madre para darle un beso. Tampoco he podido darle un abrazo el día del padre a quien le debo tanto. Pienso en los familiares de los enfermos hospitalizados o los mayores en centro geriátricos. No pueden recibir visita de ningún tipo. Inhumano aislamiento. Muchos mueren solos y se oyen desde aquí los desgarradores lamentos de quienes no pudieron despedirse. Es verdad que hablamos por teléfono o por whatsapp, pero no nos es suficiente. Ahora nos arrepentimos de los besos guardados, de los abrazos negados y de las palabras aparcadas. Necesitamos amar con los sentidos, con el cuerpo. No somos espíritus puros. Gracias al cuerpo podemos expresar lo que hay en nuestra alma. No nos sirve la distancia. Ha tenido que venir este azote vírico para que deseemos ardientemente, en cuerpo y alma, romper con el desapego y la indiferencia. A ver si de esta va.