MIÉRCOLES SANTO

La liberación pascual del pueblo de Israel en Egipto fue cierta y una auténtica gracia de Dios, aunque pobre.  Es verdad que fueron salvados de un faraón que los hubiera tenido esclavizados muchos años más; pero, al final, hay una esclavitud de un “faraón” peor que es el sepulcro.  Aquella liberación fue importante pero limitada.

Cuando yo, cristiano, me dedico con toda mi alma a que en una sociedad donde hay muchas injusticias, los pobres empiecen a poder vivir con la dignidad humana debida, les hago un verdadero bien y les doy una buena noticia y una cierta felicidad. Es una gran obra sí, pero es pobre porque aquel hombre que antes era un esclavo y ahora tiene una cierta dignidad humana, vendrá un tiempo en que se pondrá enfermo, se morirá, lo meterán en un ataúd y lo llevarán al cementerio. Entonces, esta liberación que yo le he procurado es verdadera, pero limitada y pobre. Hay una redención que yo no puedo darle y es la limitación de la muerte. Por eso, aquellos que vieron a Jesús morir y luego resucitado; aquellos que comieron, hablaron y tocaron a Cristo resucitado, no podían callar y salieron en todas direcciones para contarlo. Gracias a san Pablo conocemos el núcleo central de lo que predicaban aquellos testigos oculares: “Porque yo os transmití en primer lugar, lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía, otros han muerto; después se apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí”. (1ª Cor. 15, 3-8)

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